En un pequeño pueblo de
Málaga, no muy lejos de la carretera nacional 340 que va paralela a
la costa mediterránea, pasé una tarde bastante entretenida. Podría
decir que la suerte del destino me llevó allí, pero más bien fue
la mala suerte de la mecánica. Justo al entrar en la plaza del
pueblo mi viejo
ford fiesta heredado de mi padre, y que este a
su vez lo adquirió habiendo dejado atrás sus mejores años, empezó
a echar tal cantidad de humo por el capó que perdí la visibilidad y
tuve que parar obligatoriamente. Lo afortunado del momento vino
porque lo primero que vi al salir del coche fue un taller mecánico
y, justo al lado, un bar.
Mi entrada al pueblo no
pudo ser menos discreta. Aparte del ruido y del humo, mi pinta de
dominguero no dejó indiferente a ninguno de los pocos clientes
sentados en la puerta del bar. La piel blanca de mis pantorrillas al
aire junto con las “converse all star” amarillo chillón
que calzaba me otorgaban la etiqueta de turista a kilómetros de
distancia. Además, la camiseta de la película “El Hobbit”
disipaba cualquier género de duda.