(de Marissa Anderson) |
Mi entrada al pueblo no
pudo ser menos discreta. Aparte del ruido y del humo, mi pinta de
dominguero no dejó indiferente a ninguno de los pocos clientes
sentados en la puerta del bar. La piel blanca de mis pantorrillas al
aire junto con las “converse all star” amarillo chillón
que calzaba me otorgaban la etiqueta de turista a kilómetros de
distancia. Además, la camiseta de la película “El Hobbit”
disipaba cualquier género de duda.
-Eso va a ser un manguito.- me
dijo el mecánico, que se asomó al oír el penoso ruido del pobre
ford fiesta.
La panza del mecánico
salió por la puerta mucho antes que su propietario, que llevaba el
típico mono azul pero, debido a que era verano, la cremallera
delantera estaba bajada, manteniéndose en tensión en la cumbre de
su gran barriga. A decir verdad, no se que temía más, que el coche
no tuviera arreglo o que lo tuviera pero ese mecánico quisiera hacer
su agosto conmigo. Otra cosa que temía era que aquella cremallera no
aguantase más la tensión.
-Con tanta subida y
este calor, es normal.- continuó diciendo mientras salía del
taller.- Por suerte tengo un
recambio aquí mismo.
Cuando terminó de
recorrer los cinco metros que lo separaban de mi coche ya me había
dado tiempo de abrir el capó, casi quedarme ciego con el humo y que
este se disipara.
-Lo que yo decía. Es el manguito.-
sentenció al asomarse descaradamente al interior del capó.
-Bueno, ¿y cuánto...?.-
pregunté tímidamente.
-”Ná”, eso en una horilla te lo
tengo listo.
-No, si pregunto que cuánto me va a
costar.
-Diez eurillos, más que nada por la
pieza.
-¡Se te olvidan las abrazaderas!.-
gritó un clon del mecánico desde el bar. La misma cara, la misma
barriga, pero distinto tono de azul en el mono.-¡Y un café!.-
añadió.
Aquello ya era casi cómico
pero, afortunadamente, barato. Me lo tomé como una actividad
turística y accedí. Obviamente tuve que ayudar al mecánico a meter
mi coche en su taller y cuando digo ayudar me refiero a empujar
mientras él manejaba el volante. Una vez dentro me recomendó
amablemente que esperara en el bar, junto a su hermano. ¡Se me fuera
a olvidar invitarlo a café!
Cuando, aún con la respiración
entrecortada por el esfuerzo, llegué a la terraza del bar ya me
tenían preparada la silla en la mesa que compartían el hermanísimo
y otro hombre mayor, callado hasta el momento.
-Buenas tardes.- dije a la par
que me sentaba.
-Buenas.- me respondieron al
unísono.
El camarero, que por su vestimenta bien
podría ser otro cliente o un viandante cualquiera, se acercó.
-Aparte de los dos cafés de los
señores, ¿traigo algo más?.- preguntó dando por hecho que la
ronda ya estaba prefijada desde antes de mi llegada.
-Una coca-cola para mí, muy fría,
por favor.
-Perfecto. Marchando.- dijo a la
vez que se daba la vuelta.
Fue entonces cuando pude observar a mis
acompañantes en la mesa: el gemelo del mecánico y un hombre de
avanzada edad, este último de riguroso luto.
-Te presento al abuelo Matías, que
nos va a acompañar mientras esperamos a que mi hermano termine el
trabajo. Mi nombre es José y mi hermano es Luis.
Le di la mano a mi interlocutor, una
mano tan grande que rodeó completamente a la mía.
-Encantado, mi nombre es Miguel.
-Encantado.- dijo el señor mayor
sin dejar de mirar al frente y sin separar las manos de su bastón.
Su sequedad me sorprendió, aunque
debido a sus gruesas gafas bifocales incluso llegué a pensar que no
veía muy bien. Por su aspecto debía rondar los ochenta años o más.
-Matías es uno de los más antiguos
del pueblo.- dijo José, rompiendo el hielo.- Sabe escuchar
muy bien, aunque no habla mucho, no te lo tomes a mal. Ha pasado
mucho en su vida.
-Así que te gusta Tolkien,
¿verdad?.- intervino Matías.
La cara de Juan era un
poema, podría decirse que era la primera vez que le oía hablar.
Durante un segundo no reaccioné, hasta que me di cuenta de que se
refería a mi camiseta de la película “El hobbit”.
-Sí, claro. Pero no por la película,
yo ya me había leído el libro hace muchos años.
Esbozó una mueca en forma de sonrisa y
añadió.
-No antes que yo.
Sonreí. Siempre sonrío cuando no se
que decir. El camarero apareció con la bandeja.
-El descafeinado por
aquí y el carajillo por aquí.- dijo al colocar los dos vasos
delante de Matías y de José respectivamente.- Y la coca-cola por
aquí.- dijo colocando una botella de “pepsi light”
frente a mí junto a un vaso con hielo.
Me serví la bebida,
sabiendo que no iban a tener lo que había pedido y además no
entendería la diferencia entre una cosa y la otra.
-Tolkien.- cortó el silencio
Matías.
-¿Perdone?.- pregunté
extrañado.
-Estabamos hablando de “Torkien”.-
aclaró José señalando a mi camiseta.
-Sí, claro... Los
libros de Tolkien.- respondí.- Es extraño que alguien de su
edad conozca a un autor de fantasía.
-La fantasía no la inventó tu
generación. De hecho me extraña que alguien de tu edad lea.
-Touché.- dije sonriendo. Bebí
un trago.
-Como buen seguidor de Tolkien te
gustarán las historias de enanos, magos y orcos, ¿verdad?
-Efectivamente.-
respondí.
José se removía en su silla, estaba
sorprendidísimo por la repentina elocuencia del abuelo Matías.
-Pues ya que tienes
unos minutos y te gustan las historias fantásticas prepárate para
escuchar la que yo titulo: “Ocho enanos y un mago”.
-Como desee.- le respondí.
La Historia de Matías.
Cuenta la leyenda que ocho
enanos estaban compartiendo mesa tranquilamente con un mago. Como
siempre que se reunían, el mago llevaba algo mágico para comer. En
esta ocasión obsequió a sus invitados con su bebida favorita, pero
en polvo. Al principio los enanos estaba un poco recelosos ya que el
mago les había prometido litros y litros de hidromiel, pero en su
lugar apareció con un saquito de polvos.
-Nos ha vuelto a engañar.- dijo
Artil, ya que el mago tenía fama de travieso.
-¡Eso!.- gruñero Batil y Mitil
desde la esquina del gran salón.
-Un mago nunca falta a
su palabra. Podría haceros olvidar lo que dije o incluso convenceros
de que dije todo lo contrario, pero nunca mentir tan descaradamente.
Los enanos se miraron perplejos.
-Eso es verdad.- aclararon Batil
y Matil.
-Dejémosle continuar.- añadió
Ounaon sosegadamente.- Lo mismo hasta nos sorprende.
-Gracias.- dijo el
mago, y avanzó hasta la mitad de la sala donde pidió que se
colocara un gran caldero lleno de agua.
El mago era el doble de alto que los
enanos y mucho mas sabio.
-Cuando termine con mi magia vais a
probar la mejor hidromiel de vuestra vida.
Dantil y Rautil terminaron
de llenar el caldero y se quedaron junto a él, dispuestos a no
perderse detalle de los movimientos del mago. Ciscotil y Manutil, que
todavía no habían dicho nada, se quejaron. Uno porque no le
apetecía tomar hidromiel en ese momento, el otro porque prefería
tomar otra cosa. El mago abrió el saco con sus polvos mágicos y fue
echándolos poco a poco mientras removía con una gran cucharón.
-Cuando terminemos de
beberlo voy a enseñaros un mapa de toda esta tierra que seguro que
no habéis visto en vuestra vida.- decía mientras seguía
removiendo cuidadosamente en el sentido de las agujas del reloj,
aunque ninguno de sus invitados sabía que era eso de las agujas de
un reloj.
Todos los enanos se miraron entre si,
les encantaba cuando el mago les enseñaba cosas nuevas de fuera de
sus dominios.
Mientras, en el exterior,
la tranquilidad de aquella fresca mañana de invierno fue rota por un
graznido como nunca antes se había oído por aquellos lares. Los
ventanales retumbaron y el suelo vibró. En pocas ocasiones se había
visto a un mago asustarse y aquella vez fue una de ellas.
-¡A los túneles!.- gritó
señalando con el cucharon a la pequeña puerta en una esquina del
salón.
Los
ocho enanos nunca habían rehusado una batalla, así que cogieron sus
armas, las mismas que les había regalado su viejo amigo. Un mago y
ocho enanos con hachas encantadas ¿quién se atrevería a
enfrentarse a ellos? El mago apagó las luces del salón. En la
oscuridad solo se podía distinguir el bastón brillante del mago y
las armas de los ocho enanos, que también refulgían.
-No tenemos tiempo, debemos ir a los
túneles. No estamos preparados para vencer a esta amenaza.
Los ocho enanos
permanecieron impasibles frente a la puerta, dispuesto a plantar
batalla a lo que entrara por ella. El siguiente graznido hizo que el
mago tuviera que ayudarse de su bastón para mantenerse en pie, el
cual dejó de brillar, al igual que las armas de los enanos, que de
repente pesaban mucho mas, teniendo que apoyarlas en el suelo.
-¿Qué está pasando?.- preguntó
Matil.
-Es un cóndor gigante. Su graznido
inhabilita cualquier tipo de magia.- respondió el mago.
-Creía que las aves gigantes eran
amigas de los magos.- comentó Matil.
-Las águilas gigantes,
sí. Además, eran las únicas aves gigantes que había visto hasta
ahora. Los cóndores no habían volado nunca antes por estas tierras
y, según se comenta, vienen acompañadas de una destrucción total.-
hizo una pausa.- Así que, creo que sería muy buena idea que nos
refugiásemos en los túneles.
Los enanos, como siempre
que el mago les ordenada algo, le obedecieron y permanecieron en
silencio. Tras varios graznidos cada vez mas fuertes oyeron como los
cristales del castillo se hacían añicos. Aunque continuaron, cada
vez se oían más lejos y poco a poco todos se tranquilizaron.
-¿Podemos salir ya?.- preguntó
Rautil.
-No saldremos hasta una hora después
de que estemos convencidos de que todo está en calma.
Ciscotil y Manutil
gruñeron, ahora que no podían tomar la hidromiel estaban deseando
hacerlo.
Cuando los nueve casi
dormitaban un golpe en la puerta principal los despertó.
-Esa puerta fue forjada
por mi padre, que se la regaló al mago y ha resistido las embestidas
de varios centenares de orcos.- dijo Ouarón.
El golpe se repitió. En
la penumbra se podía ver la amplia sonrisa de Ouarón. Un tercer
golpe, ligeramente mas fuerte que los anteriores, terminó con la
serie.
-¿Lo veis?.- susurró Ouarón
orgulloso.- Fuerte como un roble.
-Creo que solo estaban llamando...-
susurró el mago queriendo estar equivocado.
El estruendo del gran
portón al hacerse añicos sobresaltó a todos. Con un gesto del
mago, se apagaron todas las luces de la estancia subterránea.
Mientras, en el salón principal se oía como si todos los orcos de
este lado de la tierra hubiesen entrado a la vez. Sus voces eran
ininteligibles, pero hubo unas palabras que sí entendieron: “ocho
enanos”, repetían.
El mago indicó con un
gesto de su mano que debían adentrarse en las profundidades de la
montaña sobre la que estaba construida la fortaleza del mago. La
naturaleza de los enanos les impedía huir sin plantar batalla pero
sus armas habían quedado reducidas a hierros retorcidos después de
todos los graznidos, era una magia a la que no podían enfrentarse.
Mientras descendían por
los pasillos serpenteantes oían cada vez más lejos el alboroto de
los orcos en el salón. Los iluminaban velas colocadas a media altura
en la pared. El mago las iba apagando y encendiendo conforme
avanzaban. Con el mismo gesto de la mano con el que le quitaba la
llama a la que dejaban atrás la lanzaba hacía la siguiente, a un
lado y otro del pasillo.
Otro gran estruendo
seguido de una corriente de aire les comunicó que habían encontrado
la entrada a los túneles. Aceleraron el paso notablemente pero las
piernas de los enanos no están hechas para correr.
Al llegar a un cruce el
mago paró y le indicó al grupo de enanos que giraran a la derecha.
Con la misma mano con la que señalaba al pasillo encendió todas sus
velas. Permaneció un segundo recordando aquella imagen, sabiendo que
podría ser la última vez que los viera. Cuando desaparecieron por
la curva del pasillo le susurró algo a la llama de la vela mas
cercana y esta empezó a apagarse lentamente y, a continuación, la
siguiente en el pasillo empezó a hacer lo mismo.
-Eso les dará tiempo.- se dijo a
si mismo.
El sonido de los orcos
corriendo por el pasillo era cada vez más cercano. Volvió a mirar
hacia el pasillo de la derecha y vio como la luz de la última vela
visible se acababa de extinguir. Por el que ellos habían bajado ya
se veían los reflejos de las antorchas de los orcos.
Encendió completamente
las velas del pasillo izquierdo y central. Cerró los ojos y recordó
la última imagen de los enanos perdiéndose tras la curva. Alzó su
bastón y tras recrear en su mente esa escena la proyecto en el
pasillo de la izquierda. Eso le costó un poco. Para el pasillo
central uso una variación de la imagen, eso le hizo temblar.
Retrocedió un par de pasos hasta que se apoyó en la pared. Esto le
vino muy bien porque su figura quedó oculta entre las sombras.
Respiró hondo.
Los alaridos de los orcos
delataban que estaban a pocos metros.
-Aún queda lo más complicado.-
se dijo a si mismo.
Clavó el bastón en el
suelo sujetándolo con las dos manos y, apoyándose en él, agachó
su cabeza y pronunció unas palabras más antiguas que las piedras
que lo rodeaban. En el preciso momento en el que el primer orco llegó
al cruce, las imágenes proyectadas en los túneles izquierdo y
central comenzaron a moverse, a correr por el pasillo. El primer orco
siguió recto y el segundo giró a la izquierda. El resto se dividió
como pudo, sin perder el ritmo. En la penumbra del pasillo derecho un
agotado mago sonreía, aunque se mantenía en pie a duras penas
apoyado entre su bastón y la pared. Lentamente se incorporó y se
adentró en el oscuro pasillo sin mirar atrás. A su espalda, los
orcos seguían corriendo dejando a un lado el pasillo por el que se
alejaba cansado el mago.
-Nunca saldréis de esta montaña.-
sentenció el mago a bastante distancia ya.
Cuando el último orco
pasó por el cruce las luces se apagaron. Hubiera sido un plan
perfecto el del mago si no fuera por un grupo de rezagados. Llegaron
a la intersección y el cabecilla, ante la ausencia de otra evidencia
que los guiara en su persecución, olfateó el aire. El pasillo
izquierdo olía a orco, el central también y el derecho olía a
enano, con un ligero toque a mago. Con un gruñido guió a su grupo
por el pasillo de la derecha. El mago lo supo enseguida y alertó a
los enanos, a su manera.
Cuando Mantil, que iba en
cabeza, llegó a la última estancia al final del pasillo se quedó
petrificado. Después de metros y metros de oscuros pasillos tallados
en la piedra, telarañas y humedades, habían llegado al lugar más
acogedor que había visto en su vida. Una chimenea encendida
crepitaba en la pared frente a la puerta. Un sillón orejero con
reposapies estaba justo delante. Flanqueando a la chimenea dos
pequeñas mesitas con sendos jarrones encima, aunque el de la
izquierda estaba volcado, pero no es el tipo de cosas en las que se
fijen los enanos. En la pared de la derecha había una puerta de
color verde con el pomo dorado. En la pared de la izquierda, justo
enfrente de la puerta, había un espejo con las mismas dimensiones
que esta. Encima de la chimenea había un cuadro, con el marco verde,
que mostraba al mago, visiblemente más joven, luchando contra un
dragón. Una vez que todos los enanos entraron en la habitación, a
cada cual más sorprendido que el anterior, la cara del mago apareció
en el espejo.
-Espero que me veáis
bien, porque yo no puedo veros ni tampoco oíros.- la
cara ocupaba todo el espejo como si vieran su imagen desde la
empuñadura de su bastón.- Escuchad atentamente porque no
tengo tiempo de repetirlo. ¿Veis la puerta justo a vuestra espalda?
Después de tantos años,
los ocho enanos no se ponen de acuerdo en que les dijo exactamente
después. Cada uno añade un detalle distinto, unos dicen que se
despidió otros afirman que no le dio tiempo. En fin, en lo que todos
están de acuerdo es que, como siempre que el mago les pedía algo,
todos le obedecían, y aquella vez no fue una excepción.
Cuando el mago llegó
apresuradamente a la habitación los enanos ya no estaban allí, tal
y como les había ordenado. Comprobó que la puerta exterior estaba
entreabierta y que uno de los jarrones al lado de la chimenea estaba
tumbado. Respiró hondo y se sentó en el sillón orejero.
Apenas le había dado
tiempo a encender su pipa cuando un orco entró en la habitación. Un
gesto de la mano del mago que sujetaba la pipa, apenas tres dedos,
bastó para que la puerta se cerrase, ni muy fuerte ni muy suave, lo
suficiente para llamar la atención del orco, que se abalanzó
directamente al pomo, el cual tuvo que soltar a la par que gritaba
por la quemadura que le había provocado en la palma de su mano.
Intentó partir en dos la puerta con su espada e incluso la pateó
para derribarla, pero fue inútil. El segundo orco agarró al mago y
lo amenazó con su espada. Los otros tres terminaron de llenar la
habitación.
-Usa magia para bloquearnos el paso.
-¡Matémosle!.- grito el de la
espada en el cuello del mago.
-Si me matáis mi magia
permanecerá en esa puerta para siempre.- dijo el mago, aunque la
verdad es que ocurriría justamente lo contrario.
-Nunca he oído eso.-
replicó el de la puerta, sujetándose todavía la mano abrasada por
el pomo.
-Esa puerta no se abrirá hasta que
yo...
Antes de que terminara la
frase, el orco de la puerta avanzó torpemente y con la mano sana
propinó un revés en la cara del mago.
-La puerta se abrirá cuando yo
quiera, y lo quiero ahora.
En su torpe avance tiró
la mesita con el jarrón, la que tenía el jarrón bien colocado.
Ahora había un jarrón en el suelo y otro volcado, pero eso no es el
tipo de cosas en las que se fijan los orcos. Desde el suelo, el mago
sonrió levemente en mitad de su mueca de dolor. El de la espada lo
levantó del suelo y se la clavó en el brazo mientras lo sujetaba
por el cuello.
-Puedo hacerte mucho daño.- le
susurró al oído.- durante mucho tiempo y sin que mueras.
Los otros dos orcos
caminaban en el reducido espacio restante, como animales encerrados.
El mago sonrió irónicamente.
-No esperaba menos.- susurró el
mago.
Se dividieron en dos
grupos, dos de ellos pateaban la puerta y el resto al mago.
-Es inútil que te
resistas. Crees que estás ganando tiempo, pero en campo abierto los
enanos son lentos, para darles cierta ventaja tendrías que
detenernos aquí durante varios días, así que todo lo que vas a
sufrir no va a servir para nada.
“Cuánto más tiempo paséis aquí
más rápido correréis al salir”.- pensó el mago.
-Vosotros tres, dad la
vuelta y rodead la montaña.- Los
orcos dejaron de patear la puerta y salieron corriendo.
-Amiga.-Susurró
el mago a la primera vela del pasillo, haciendo acopio de fuerzas
desde el suelo.-Confundid su camino y que nunca salgan de
la montaña.-
Los dos orcos restantes
hallaron su propia solución al problema de verse reducido en número
y comenzaron a golpear la puerta con la cabeza del mago. Así
torturaban al mago y debilitaban la puerta, o al menos lo intentaban.
El mago estaba perdiendo la conciencia y su magia se estaba
debilitando, efectivamente, pero muy poco a poco. Hacían falta mas
de dos orcos para matar a un mago. Los tenía justo donde quería,
incluso llegaba a sonreír. Era el momento del truco final.
-¡Hemos encontrado a
los enanos!.- resonó una voz en el idioma de los orcos.
Soltaron al mago en el
suelo y se dieron la vuelta, buscando el origen de aquella voz.
Encontraron la imagen de un orco en el espejo, que les hablaba. El
mago no había tenido mucho tiempo para recrear la cara de un orco
distinto, así que había usado la de uno los que se había ido.
-¿Dónde estaban?-
preguntó el de la mano quemada.
-Fuera, en campo
abierto.- respondió desde el espejo.- Dejad al mago ahí, es
un viejo moribundo, iremos a buscarlo luego.
La espada que aún estaba
impregnada con la sangre del mago voló por toda la habitación hasta
estrellarse violentamente contra el espejó, rompiéndolo en mil
pedazos.
-¡Brujería!.-
gritó el que había lanzado la espada.- Es la primera vez que
oigo a Zarguk decir mas de dos palabras seguidas, además esa no es
su voz y mucho menos se atrevería a darme órdenes. Es obra del
mago, está engañándonos.- sentenció.
En esos segundos de
confusión el mago se había incorporado y recuperó su bastón, que
brillaba con una intensidad cegadora.
-¡Nunca desafiéis a
un mago en su propia casa!.- dijo mientras levantaba su báculo.
El primer orco cayó
fulminado al recibir un bastonazo en su rodilla, el segundo paró el
golpe con su espada, aunque solo momentáneamente, ya que el calor
que desprendía comenzaba a derretir el metal.
-¡Nunca atravesareis
esa puerta!.- gritó el mago.
El orco sintió miedo por
primera vez en su vida y, doblegado por el mago, hincó rodilla al
suelo. El mago estaba ganando.
Un graznido borró la
sonrisa del mago, su bastón dejó de brillar y sus fuerzas
flaquearon. Era el cóndor gigante otra vez. Otro graznido, y las
fuertes paredes talladas en la piedra temblaron como el trigo en
mitad de una tormenta. El último fue el definitivo. La puerta, que
estaba siendo bloqueada por la magia del mago, se separó del quicio
por el inmenso empuje del exterior. Una lluvia de rocas golpeó al
mago, dejándolo en el suelo indefenso, moribundo. Los orcos también
recibieron un gran golpe, pero a ellos, el graznido del cóndor no
les afectó de igual manera. Un cóndor gigante puede herir a un mago
desde muy lejos.
En cuanto los orcos vieron
el camino libre se olvidaron del viejo y salieron corriendo en busca
de los enanos, les llevaban cierta ventaja, pero serían presa fácil
fuera de la montaña.
A medida que la vida del
mago se iba apagando su magia iba desapareciendo de aquella montaña.
Ya no podía mantener el hechizo sobre las velas y pasillos que
confundían a los orcos, ni sobre las imágenes proyectadas de los
enanos que hacían que sus perseguidores siguieran corriendo, aunque
fuera en círculos. Así, los orcos empezaron a salir de la montaña,
primero en pequeños grupos y finalmente el grueso de las tropas.
Todos se unieron a la búsqueda de los enanos en campo abierto.
Todos los hechizos se
desvanecieron poco a poco. Todos menos uno, el que mantenía ocultos
a los enanos, ese duró hasta una hora después de que estuviera
seguro de que el último orco había abandonado la montaña. En la
última estancia, dónde el mago estaba herido de muerte, el jarrón
que permanecía tumbado en la mesita se giró y volvió a posición
original y una puerta oculta se abrió en la pared, justo al lado del
cuadro del mago matando al dragón. Los ocho enanos salieron en
silencio y rodearon al mago, que había conseguido sentarse en lo que
quedaba del sillón. Su último truco consistió en hacerles creer
que estaba perfectamente, únicamente un poco cansado. El mago les
contó todo lo que había ocurrido y les pidió que se refugiaran en
la montaña. Les prometió que en cuanto se recuperara se reuniría
con ellos. Los enanos, como siempre que el mago les daba una orden,
le obedecieron y penetraron en las entrañas de la montaña, donde
los enanos son invencibles. El mago nunca se reunió con ellos.
Fin de la historia de
matías
-Chaval.- dijo el
mecánico.- el coche ya está arreglado.
-Gracias.- dije
sonriendo.
-Justo a tiempo.-
dijo Matías.- que tengas un buen viaje.
Me levanté de la silla
dejando veinte euros en la mesa, para el pago de la reparación y de
las bebidas.
-Ha sido un placer,
muchas gracias por la compañía y la historia.- les dije.
Cuando ya casi estaba en
el coche Matías me dijo una última cosa: “No te olvides de
visitar el mirador a la salida del pueblo. Hay unas bonitas vistas”.
Le di las gracias y continué mi viaje.
No tardé en llegar al
mirador, estaba a un par de curvas después de la salida del pueblo.
Efectivamente las vistas eran estupendas. Paré el coche y salí a
dar una vuelta. Me acerqué a un cartel explicativo que detallaba los
pueblos que se veían desde el mirador, justo al lado del cartel me
llamó la atención un monolito. Tenía la siguiente inscripción:
“En memoria de Paul
Wiggan, profesor que el 8 de Febrero de 1937 protegió con su vida a
los ocho niños que quedaban en el colegio durante el bombardeo de la
legión cóndor en la guerra civil española. Su ya de por sí
heroico acto fue mucho mas loable, si cabe, ya que con sus historias
impidió que los niños se enterasen de lo que estaba sucediendo”.
- Arturo Sánchez 7 añosDaniel Díaz 6 AñosBartolomé Fernández 7 añosRaúl Díaz 8 añosMatías Jiménez 7 añosFrancisco Carrión 6 añosJuan Vela 9 añosManuel Barros 7 años
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