RELATO: Ocho enanos y un mago

(de Marissa Anderson)
En un pequeño pueblo de Málaga, no muy lejos de la carretera nacional 340 que va paralela a la costa mediterránea, pasé una tarde bastante entretenida. Podría decir que la suerte del destino me llevó allí, pero más bien fue la mala suerte de la mecánica. Justo al entrar en la plaza del pueblo mi viejo ford fiesta heredado de mi padre, y que este a su vez lo adquirió habiendo dejado atrás sus mejores años, empezó a echar tal cantidad de humo por el capó que perdí la visibilidad y tuve que parar obligatoriamente. Lo afortunado del momento vino porque lo primero que vi al salir del coche fue un taller mecánico y, justo al lado, un bar.
Mi entrada al pueblo no pudo ser menos discreta. Aparte del ruido y del humo, mi pinta de dominguero no dejó indiferente a ninguno de los pocos clientes sentados en la puerta del bar. La piel blanca de mis pantorrillas al aire junto con las “converse all star” amarillo chillón que calzaba me otorgaban la etiqueta de turista a kilómetros de distancia. Además, la camiseta de la película “El Hobbit” disipaba cualquier género de duda.

-Eso va a ser un manguito.- me dijo el mecánico, que se asomó al oír el penoso ruido del pobre ford fiesta.
La panza del mecánico salió por la puerta mucho antes que su propietario, que llevaba el típico mono azul pero, debido a que era verano, la cremallera delantera estaba bajada, manteniéndose en tensión en la cumbre de su gran barriga. A decir verdad, no se que temía más, que el coche no tuviera arreglo o que lo tuviera pero ese mecánico quisiera hacer su agosto conmigo. Otra cosa que temía era que aquella cremallera no aguantase más la tensión.
-Con tanta subida y este calor, es normal.- continuó diciendo mientras salía del taller.- Por suerte tengo un recambio aquí mismo.
Cuando terminó de recorrer los cinco metros que lo separaban de mi coche ya me había dado tiempo de abrir el capó, casi quedarme ciego con el humo y que este se disipara.
-Lo que yo decía. Es el manguito.- sentenció al asomarse descaradamente al interior del capó.
-Bueno, ¿y cuánto...?.- pregunté tímidamente.
-”Ná”, eso en una horilla te lo tengo listo.
-No, si pregunto que cuánto me va a costar.
-Diez eurillos, más que nada por la pieza.
-¡Se te olvidan las abrazaderas!.- gritó un clon del mecánico desde el bar. La misma cara, la misma barriga, pero distinto tono de azul en el mono.-¡Y un café!.- añadió.
Aquello ya era casi cómico pero, afortunadamente, barato. Me lo tomé como una actividad turística y accedí. Obviamente tuve que ayudar al mecánico a meter mi coche en su taller y cuando digo ayudar me refiero a empujar mientras él manejaba el volante. Una vez dentro me recomendó amablemente que esperara en el bar, junto a su hermano. ¡Se me fuera a olvidar invitarlo a café!
Cuando, aún con la respiración entrecortada por el esfuerzo, llegué a la terraza del bar ya me tenían preparada la silla en la mesa que compartían el hermanísimo y otro hombre mayor, callado hasta el momento.
-Buenas tardes.- dije a la par que me sentaba.
-Buenas.- me respondieron al unísono.
El camarero, que por su vestimenta bien podría ser otro cliente o un viandante cualquiera, se acercó.
-Aparte de los dos cafés de los señores, ¿traigo algo más?.- preguntó dando por hecho que la ronda ya estaba prefijada desde antes de mi llegada.
-Una coca-cola para mí, muy fría, por favor.
-Perfecto. Marchando.- dijo a la vez que se daba la vuelta.
Fue entonces cuando pude observar a mis acompañantes en la mesa: el gemelo del mecánico y un hombre de avanzada edad, este último de riguroso luto.
-Te presento al abuelo Matías, que nos va a acompañar mientras esperamos a que mi hermano termine el trabajo. Mi nombre es José y mi hermano es Luis.
Le di la mano a mi interlocutor, una mano tan grande que rodeó completamente a la mía.
-Encantado, mi nombre es Miguel.
-Encantado.- dijo el señor mayor sin dejar de mirar al frente y sin separar las manos de su bastón.
Su sequedad me sorprendió, aunque debido a sus gruesas gafas bifocales incluso llegué a pensar que no veía muy bien. Por su aspecto debía rondar los ochenta años o más.
-Matías es uno de los más antiguos del pueblo.- dijo José, rompiendo el hielo.- Sabe escuchar muy bien, aunque no habla mucho, no te lo tomes a mal. Ha pasado mucho en su vida.
-Así que te gusta Tolkien, ¿verdad?.- intervino Matías.
La cara de Juan era un poema, podría decirse que era la primera vez que le oía hablar. Durante un segundo no reaccioné, hasta que me di cuenta de que se refería a mi camiseta de la película “El hobbit”.
-Sí, claro. Pero no por la película, yo ya me había leído el libro hace muchos años.
Esbozó una mueca en forma de sonrisa y añadió.
-No antes que yo.
Sonreí. Siempre sonrío cuando no se que decir. El camarero apareció con la bandeja.
-El descafeinado por aquí y el carajillo por aquí.- dijo al colocar los dos vasos delante de Matías y de José respectivamente.- Y la coca-cola por aquí.- dijo colocando una botella de “pepsi light” frente a mí junto a un vaso con hielo.
Me serví la bebida, sabiendo que no iban a tener lo que había pedido y además no entendería la diferencia entre una cosa y la otra.
-Tolkien.- cortó el silencio Matías.
-¿Perdone?.- pregunté extrañado.
-Estabamos hablando de “Torkien”.- aclaró José señalando a mi camiseta.
-Sí, claro... Los libros de Tolkien.- respondí.- Es extraño que alguien de su edad conozca a un autor de fantasía.
-La fantasía no la inventó tu generación. De hecho me extraña que alguien de tu edad lea.
-Touché.- dije sonriendo. Bebí un trago.
-Como buen seguidor de Tolkien te gustarán las historias de enanos, magos y orcos, ¿verdad?
-Efectivamente.- respondí.
José se removía en su silla, estaba sorprendidísimo por la repentina elocuencia del abuelo Matías.
-Pues ya que tienes unos minutos y te gustan las historias fantásticas prepárate para escuchar la que yo titulo: “Ocho enanos y un mago”.
-Como desee.- le respondí.
La Historia de Matías.
Cuenta la leyenda que ocho enanos estaban compartiendo mesa tranquilamente con un mago. Como siempre que se reunían, el mago llevaba algo mágico para comer. En esta ocasión obsequió a sus invitados con su bebida favorita, pero en polvo. Al principio los enanos estaba un poco recelosos ya que el mago les había prometido litros y litros de hidromiel, pero en su lugar apareció con un saquito de polvos.
-Nos ha vuelto a engañar.- dijo Artil, ya que el mago tenía fama de travieso.
-¡Eso!.- gruñero Batil y Mitil desde la esquina del gran salón.
-Un mago nunca falta a su palabra. Podría haceros olvidar lo que dije o incluso convenceros de que dije todo lo contrario, pero nunca mentir tan descaradamente.
Los enanos se miraron perplejos.
-Eso es verdad.- aclararon Batil y Matil.
-Dejémosle continuar.- añadió Ounaon sosegadamente.- Lo mismo hasta nos sorprende.
-Gracias.- dijo el mago, y avanzó hasta la mitad de la sala donde pidió que se colocara un gran caldero lleno de agua.
El mago era el doble de alto que los enanos y mucho mas sabio.
-Cuando termine con mi magia vais a probar la mejor hidromiel de vuestra vida.
Dantil y Rautil terminaron de llenar el caldero y se quedaron junto a él, dispuestos a no perderse detalle de los movimientos del mago. Ciscotil y Manutil, que todavía no habían dicho nada, se quejaron. Uno porque no le apetecía tomar hidromiel en ese momento, el otro porque prefería tomar otra cosa. El mago abrió el saco con sus polvos mágicos y fue echándolos poco a poco mientras removía con una gran cucharón.
-Cuando terminemos de beberlo voy a enseñaros un mapa de toda esta tierra que seguro que no habéis visto en vuestra vida.- decía mientras seguía removiendo cuidadosamente en el sentido de las agujas del reloj, aunque ninguno de sus invitados sabía que era eso de las agujas de un reloj.
Todos los enanos se miraron entre si, les encantaba cuando el mago les enseñaba cosas nuevas de fuera de sus dominios.
Mientras, en el exterior, la tranquilidad de aquella fresca mañana de invierno fue rota por un graznido como nunca antes se había oído por aquellos lares. Los ventanales retumbaron y el suelo vibró. En pocas ocasiones se había visto a un mago asustarse y aquella vez fue una de ellas.
-¡A los túneles!.- gritó señalando con el cucharon a la pequeña puerta en una esquina del salón.
Los ocho enanos nunca habían rehusado una batalla, así que cogieron sus armas, las mismas que les había regalado su viejo amigo. Un mago y ocho enanos con hachas encantadas ¿quién se atrevería a enfrentarse a ellos? El mago apagó las luces del salón. En la oscuridad solo se podía distinguir el bastón brillante del mago y las armas de los ocho enanos, que también refulgían.
-No tenemos tiempo, debemos ir a los túneles. No estamos preparados para vencer a esta amenaza.
Los ocho enanos permanecieron impasibles frente a la puerta, dispuesto a plantar batalla a lo que entrara por ella. El siguiente graznido hizo que el mago tuviera que ayudarse de su bastón para mantenerse en pie, el cual dejó de brillar, al igual que las armas de los enanos, que de repente pesaban mucho mas, teniendo que apoyarlas en el suelo.
-¿Qué está pasando?.- preguntó Matil.
-Es un cóndor gigante. Su graznido inhabilita cualquier tipo de magia.- respondió el mago.
-Creía que las aves gigantes eran amigas de los magos.- comentó Matil.
-Las águilas gigantes, sí. Además, eran las únicas aves gigantes que había visto hasta ahora. Los cóndores no habían volado nunca antes por estas tierras y, según se comenta, vienen acompañadas de una destrucción total.- hizo una pausa.- Así que, creo que sería muy buena idea que nos refugiásemos en los túneles.
Los enanos, como siempre que el mago les ordenada algo, le obedecieron y permanecieron en silencio. Tras varios graznidos cada vez mas fuertes oyeron como los cristales del castillo se hacían añicos. Aunque continuaron, cada vez se oían más lejos y poco a poco todos se tranquilizaron.
-¿Podemos salir ya?.- preguntó Rautil.
-No saldremos hasta una hora después de que estemos convencidos de que todo está en calma.
Ciscotil y Manutil gruñeron, ahora que no podían tomar la hidromiel estaban deseando hacerlo.
Cuando los nueve casi dormitaban un golpe en la puerta principal los despertó.
-Esa puerta fue forjada por mi padre, que se la regaló al mago y ha resistido las embestidas de varios centenares de orcos.- dijo Ouarón.
El golpe se repitió. En la penumbra se podía ver la amplia sonrisa de Ouarón. Un tercer golpe, ligeramente mas fuerte que los anteriores, terminó con la serie.
-¿Lo veis?.- susurró Ouarón orgulloso.- Fuerte como un roble.
-Creo que solo estaban llamando...- susurró el mago queriendo estar equivocado.
El estruendo del gran portón al hacerse añicos sobresaltó a todos. Con un gesto del mago, se apagaron todas las luces de la estancia subterránea. Mientras, en el salón principal se oía como si todos los orcos de este lado de la tierra hubiesen entrado a la vez. Sus voces eran ininteligibles, pero hubo unas palabras que sí entendieron: “ocho enanos”, repetían.
El mago indicó con un gesto de su mano que debían adentrarse en las profundidades de la montaña sobre la que estaba construida la fortaleza del mago. La naturaleza de los enanos les impedía huir sin plantar batalla pero sus armas habían quedado reducidas a hierros retorcidos después de todos los graznidos, era una magia a la que no podían enfrentarse.
Mientras descendían por los pasillos serpenteantes oían cada vez más lejos el alboroto de los orcos en el salón. Los iluminaban velas colocadas a media altura en la pared. El mago las iba apagando y encendiendo conforme avanzaban. Con el mismo gesto de la mano con el que le quitaba la llama a la que dejaban atrás la lanzaba hacía la siguiente, a un lado y otro del pasillo.
Otro gran estruendo seguido de una corriente de aire les comunicó que habían encontrado la entrada a los túneles. Aceleraron el paso notablemente pero las piernas de los enanos no están hechas para correr.
Al llegar a un cruce el mago paró y le indicó al grupo de enanos que giraran a la derecha. Con la misma mano con la que señalaba al pasillo encendió todas sus velas. Permaneció un segundo recordando aquella imagen, sabiendo que podría ser la última vez que los viera. Cuando desaparecieron por la curva del pasillo le susurró algo a la llama de la vela mas cercana y esta empezó a apagarse lentamente y, a continuación, la siguiente en el pasillo empezó a hacer lo mismo.
-Eso les dará tiempo.- se dijo a si mismo.
El sonido de los orcos corriendo por el pasillo era cada vez más cercano. Volvió a mirar hacia el pasillo de la derecha y vio como la luz de la última vela visible se acababa de extinguir. Por el que ellos habían bajado ya se veían los reflejos de las antorchas de los orcos.
Encendió completamente las velas del pasillo izquierdo y central. Cerró los ojos y recordó la última imagen de los enanos perdiéndose tras la curva. Alzó su bastón y tras recrear en su mente esa escena la proyecto en el pasillo de la izquierda. Eso le costó un poco. Para el pasillo central uso una variación de la imagen, eso le hizo temblar. Retrocedió un par de pasos hasta que se apoyó en la pared. Esto le vino muy bien porque su figura quedó oculta entre las sombras. Respiró hondo.
Los alaridos de los orcos delataban que estaban a pocos metros.
-Aún queda lo más complicado.- se dijo a si mismo.
Clavó el bastón en el suelo sujetándolo con las dos manos y, apoyándose en él, agachó su cabeza y pronunció unas palabras más antiguas que las piedras que lo rodeaban. En el preciso momento en el que el primer orco llegó al cruce, las imágenes proyectadas en los túneles izquierdo y central comenzaron a moverse, a correr por el pasillo. El primer orco siguió recto y el segundo giró a la izquierda. El resto se dividió como pudo, sin perder el ritmo. En la penumbra del pasillo derecho un agotado mago sonreía, aunque se mantenía en pie a duras penas apoyado entre su bastón y la pared. Lentamente se incorporó y se adentró en el oscuro pasillo sin mirar atrás. A su espalda, los orcos seguían corriendo dejando a un lado el pasillo por el que se alejaba cansado el mago.
-Nunca saldréis de esta montaña.- sentenció el mago a bastante distancia ya.
Cuando el último orco pasó por el cruce las luces se apagaron. Hubiera sido un plan perfecto el del mago si no fuera por un grupo de rezagados. Llegaron a la intersección y el cabecilla, ante la ausencia de otra evidencia que los guiara en su persecución, olfateó el aire. El pasillo izquierdo olía a orco, el central también y el derecho olía a enano, con un ligero toque a mago. Con un gruñido guió a su grupo por el pasillo de la derecha. El mago lo supo enseguida y alertó a los enanos, a su manera.
Cuando Mantil, que iba en cabeza, llegó a la última estancia al final del pasillo se quedó petrificado. Después de metros y metros de oscuros pasillos tallados en la piedra, telarañas y humedades, habían llegado al lugar más acogedor que había visto en su vida. Una chimenea encendida crepitaba en la pared frente a la puerta. Un sillón orejero con reposapies estaba justo delante. Flanqueando a la chimenea dos pequeñas mesitas con sendos jarrones encima, aunque el de la izquierda estaba volcado, pero no es el tipo de cosas en las que se fijen los enanos. En la pared de la derecha había una puerta de color verde con el pomo dorado. En la pared de la izquierda, justo enfrente de la puerta, había un espejo con las mismas dimensiones que esta. Encima de la chimenea había un cuadro, con el marco verde, que mostraba al mago, visiblemente más joven, luchando contra un dragón. Una vez que todos los enanos entraron en la habitación, a cada cual más sorprendido que el anterior, la cara del mago apareció en el espejo.
-Espero que me veáis bien, porque yo no puedo veros ni tampoco oíros.- la cara ocupaba todo el espejo como si vieran su imagen desde la empuñadura de su bastón.- Escuchad atentamente porque no tengo tiempo de repetirlo. ¿Veis la puerta justo a vuestra espalda?
Después de tantos años, los ocho enanos no se ponen de acuerdo en que les dijo exactamente después. Cada uno añade un detalle distinto, unos dicen que se despidió otros afirman que no le dio tiempo. En fin, en lo que todos están de acuerdo es que, como siempre que el mago les pedía algo, todos le obedecían, y aquella vez no fue una excepción.
Cuando el mago llegó apresuradamente a la habitación los enanos ya no estaban allí, tal y como les había ordenado. Comprobó que la puerta exterior estaba entreabierta y que uno de los jarrones al lado de la chimenea estaba tumbado. Respiró hondo y se sentó en el sillón orejero.
Apenas le había dado tiempo a encender su pipa cuando un orco entró en la habitación. Un gesto de la mano del mago que sujetaba la pipa, apenas tres dedos, bastó para que la puerta se cerrase, ni muy fuerte ni muy suave, lo suficiente para llamar la atención del orco, que se abalanzó directamente al pomo, el cual tuvo que soltar a la par que gritaba por la quemadura que le había provocado en la palma de su mano. Intentó partir en dos la puerta con su espada e incluso la pateó para derribarla, pero fue inútil. El segundo orco agarró al mago y lo amenazó con su espada. Los otros tres terminaron de llenar la habitación.
-Usa magia para bloquearnos el paso.
-¡Matémosle!.- grito el de la espada en el cuello del mago.
-Si me matáis mi magia permanecerá en esa puerta para siempre.- dijo el mago, aunque la verdad es que ocurriría justamente lo contrario.
-Nunca he oído eso.- replicó el de la puerta, sujetándose todavía la mano abrasada por el pomo.
-Esa puerta no se abrirá hasta que yo...
Antes de que terminara la frase, el orco de la puerta avanzó torpemente y con la mano sana propinó un revés en la cara del mago.
-La puerta se abrirá cuando yo quiera, y lo quiero ahora.
En su torpe avance tiró la mesita con el jarrón, la que tenía el jarrón bien colocado. Ahora había un jarrón en el suelo y otro volcado, pero eso no es el tipo de cosas en las que se fijan los orcos. Desde el suelo, el mago sonrió levemente en mitad de su mueca de dolor. El de la espada lo levantó del suelo y se la clavó en el brazo mientras lo sujetaba por el cuello.
-Puedo hacerte mucho daño.- le susurró al oído.- durante mucho tiempo y sin que mueras.
Los otros dos orcos caminaban en el reducido espacio restante, como animales encerrados. El mago sonrió irónicamente.
-No esperaba menos.- susurró el mago.
Se dividieron en dos grupos, dos de ellos pateaban la puerta y el resto al mago.
-Es inútil que te resistas. Crees que estás ganando tiempo, pero en campo abierto los enanos son lentos, para darles cierta ventaja tendrías que detenernos aquí durante varios días, así que todo lo que vas a sufrir no va a servir para nada.
Cuánto más tiempo paséis aquí más rápido correréis al salir”.- pensó el mago.
-Vosotros tres, dad la vuelta y rodead la montaña.- Los orcos dejaron de patear la puerta y salieron corriendo.
-Amiga.-Susurró el mago a la primera vela del pasillo, haciendo acopio de fuerzas desde el suelo.-Confundid su camino y que nunca salgan de la montaña.-
Los dos orcos restantes hallaron su propia solución al problema de verse reducido en número y comenzaron a golpear la puerta con la cabeza del mago. Así torturaban al mago y debilitaban la puerta, o al menos lo intentaban. El mago estaba perdiendo la conciencia y su magia se estaba debilitando, efectivamente, pero muy poco a poco. Hacían falta mas de dos orcos para matar a un mago. Los tenía justo donde quería, incluso llegaba a sonreír. Era el momento del truco final.
-¡Hemos encontrado a los enanos!.- resonó una voz en el idioma de los orcos.
Soltaron al mago en el suelo y se dieron la vuelta, buscando el origen de aquella voz. Encontraron la imagen de un orco en el espejo, que les hablaba. El mago no había tenido mucho tiempo para recrear la cara de un orco distinto, así que había usado la de uno los que se había ido.
-¿Dónde estaban?- preguntó el de la mano quemada.
-Fuera, en campo abierto.- respondió desde el espejo.- Dejad al mago ahí, es un viejo moribundo, iremos a buscarlo luego.
La espada que aún estaba impregnada con la sangre del mago voló por toda la habitación hasta estrellarse violentamente contra el espejó, rompiéndolo en mil pedazos.
-¡Brujería!.- gritó el que había lanzado la espada.- Es la primera vez que oigo a Zarguk decir mas de dos palabras seguidas, además esa no es su voz y mucho menos se atrevería a darme órdenes. Es obra del mago, está engañándonos.- sentenció.
En esos segundos de confusión el mago se había incorporado y recuperó su bastón, que brillaba con una intensidad cegadora.
-¡Nunca desafiéis a un mago en su propia casa!.- dijo mientras levantaba su báculo.
El primer orco cayó fulminado al recibir un bastonazo en su rodilla, el segundo paró el golpe con su espada, aunque solo momentáneamente, ya que el calor que desprendía comenzaba a derretir el metal.
-¡Nunca atravesareis esa puerta!.- gritó el mago.
El orco sintió miedo por primera vez en su vida y, doblegado por el mago, hincó rodilla al suelo. El mago estaba ganando.
Un graznido borró la sonrisa del mago, su bastón dejó de brillar y sus fuerzas flaquearon. Era el cóndor gigante otra vez. Otro graznido, y las fuertes paredes talladas en la piedra temblaron como el trigo en mitad de una tormenta. El último fue el definitivo. La puerta, que estaba siendo bloqueada por la magia del mago, se separó del quicio por el inmenso empuje del exterior. Una lluvia de rocas golpeó al mago, dejándolo en el suelo indefenso, moribundo. Los orcos también recibieron un gran golpe, pero a ellos, el graznido del cóndor no les afectó de igual manera. Un cóndor gigante puede herir a un mago desde muy lejos.
En cuanto los orcos vieron el camino libre se olvidaron del viejo y salieron corriendo en busca de los enanos, les llevaban cierta ventaja, pero serían presa fácil fuera de la montaña.
A medida que la vida del mago se iba apagando su magia iba desapareciendo de aquella montaña. Ya no podía mantener el hechizo sobre las velas y pasillos que confundían a los orcos, ni sobre las imágenes proyectadas de los enanos que hacían que sus perseguidores siguieran corriendo, aunque fuera en círculos. Así, los orcos empezaron a salir de la montaña, primero en pequeños grupos y finalmente el grueso de las tropas. Todos se unieron a la búsqueda de los enanos en campo abierto.
Todos los hechizos se desvanecieron poco a poco. Todos menos uno, el que mantenía ocultos a los enanos, ese duró hasta una hora después de que estuviera seguro de que el último orco había abandonado la montaña. En la última estancia, dónde el mago estaba herido de muerte, el jarrón que permanecía tumbado en la mesita se giró y volvió a posición original y una puerta oculta se abrió en la pared, justo al lado del cuadro del mago matando al dragón. Los ocho enanos salieron en silencio y rodearon al mago, que había conseguido sentarse en lo que quedaba del sillón. Su último truco consistió en hacerles creer que estaba perfectamente, únicamente un poco cansado. El mago les contó todo lo que había ocurrido y les pidió que se refugiaran en la montaña. Les prometió que en cuanto se recuperara se reuniría con ellos. Los enanos, como siempre que el mago les daba una orden, le obedecieron y penetraron en las entrañas de la montaña, donde los enanos son invencibles. El mago nunca se reunió con ellos.
Fin de la historia de matías
-Chaval.- dijo el mecánico.- el coche ya está arreglado.
-Gracias.- dije sonriendo.
-Justo a tiempo.- dijo Matías.- que tengas un buen viaje.
Me levanté de la silla dejando veinte euros en la mesa, para el pago de la reparación y de las bebidas.
-Ha sido un placer, muchas gracias por la compañía y la historia.- les dije.
Cuando ya casi estaba en el coche Matías me dijo una última cosa: “No te olvides de visitar el mirador a la salida del pueblo. Hay unas bonitas vistas”. Le di las gracias y continué mi viaje.
No tardé en llegar al mirador, estaba a un par de curvas después de la salida del pueblo. Efectivamente las vistas eran estupendas. Paré el coche y salí a dar una vuelta. Me acerqué a un cartel explicativo que detallaba los pueblos que se veían desde el mirador, justo al lado del cartel me llamó la atención un monolito. Tenía la siguiente inscripción:
En memoria de Paul Wiggan, profesor que el 8 de Febrero de 1937 protegió con su vida a los ocho niños que quedaban en el colegio durante el bombardeo de la legión cóndor en la guerra civil española. Su ya de por sí heroico acto fue mucho mas loable, si cabe, ya que con sus historias impidió que los niños se enterasen de lo que estaba sucediendo”.
Arturo Sánchez 7 años
Daniel Díaz 6 Años
Bartolomé Fernández 7 años
Raúl Díaz 8 años
Matías Jiménez 7 años
Francisco Carrión 6 años
Juan Vela 9 años
Manuel Barros 7 años

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